martes, 16 de junio de 2009

Polémica en el bar/El ágora de la posmodernidad



Entramos casi siempre en silencio, no sabemos que pauta de conversación vamos abordar, cruzamos entre las mesas cesantes de un segundo piso, y nos sentamos en una esquina, juntamos algunas sillas en espera de que llegue el mozo, que por lo general se demora algunos minutos, resintiendo aún más los paladares secos y baldíos, después de un combate de argumentos destinados a morir en el silencio de un país vacío donde pernoctan los muertos.

por Gregorio Angelcos

Es así nuestra rutina de los días lunes, un transito espectral por la Plaza Italia, con algunos apuntes bajo el brazo, y un sinnúmero de ideas disimuladas en los bolsillos del pantalón, que se confunden con un puñado de monedas, y unos pañuelos desechables que soportan acuosos el uso y abuso desmedido.

Llega el mozo, y nos recorre con su mirada constatando la sobriedad de los feligreses del ágora, a quienes en un ritual de iniciación infinita dotará como un sacerdote del templo de las dudas eternas, del alcohol que se requiere para entrar en un trance de inspiración y nauseas, que iluminen la razón para inventar y conceptuar los dramas de la sociedad moderna.

Es teoría que nos permite sentir que aún continuamos existiendo y que nuestras vidas tienen algún sentido, al menos, para los que hemos decidido compartir el vino y la cerveza esta noche. Hay un poco de verdad en este encuentro y pocas pausas y silencios, solo se detiene una voz cuando alza su copa para embriagar la soledad que lo invade, y que no se atreverá a comunicar por respeto a su condición de hombre destinado a soportar los avatares de la vida en la ciudad.

Somos liberales, escribimos, pensamos de vez en cuando, nos repartimos los pocos elogios que provienen de la nada, incluso de los que carecen de alguna virtud intelectual, pero que disponen del poder para decir y decidir procesos que nos aíslan, y nos van dejando sin respiración, necesitan nuestros cadáveres para crear una fuente de energía, nutrir el entorno de las mediocridades, pero continuamos resistiendo, y el vino va reinventándonos a medida que transcurre la noche.

Develar la conversación significa traicionar los códigos de la secta urbana que nos identifica, sin embargo se puede afirmar que las voces necesitan conspirar, articular una tregua para evaluar nuestra instalación entre las ruinas de voces activas, pero vacuas, no hay espacio para frivolidades, ni lenguajes solemnes, se permiten las inexactitudes en el marco de los fundamentos. Hay política en un país que renunció a ella hace algunos años, uno que otro vértigo poético, lúdico, irracional y a veces catastrófico como nuestras existencias.

Es curioso, pero el amor fue devorado por el movimiento desazonado de los seres que vegetan inanimados de cerebro. Al final de nuestro túnel que no es el de Sabato, se percibe a través de los instintos, una luz, que vincula la ceguera con la oscuridad de un vaso vacío y genera una ansiedad que la metafísica de los paganos trasciende.

Pero la revelación llega cuando el sonido del abridor descorcha la botella y el vino expele su aroma manipulado con cosméticos que inyectan en los barriles los mercenarios en las viñas, pero que nuestros paladares están dispuestos a consentir. Y se produce un renacer antes de que los cuerpos sean consumidos por un trance mortuorio.

A kilómetros de distancia, los mercaderes de la lujuria planifican estrategias de negocios con publicaciones presuntas, para satisfacer las potenciales sensibilidades de los que adquieren estatus con la lectura de un texto remoto. Y así vamos abrigándonos del frío que provoca la mirada de quienes nos observan sin comprender nuestro origen y destino. Es nuestro credo que no nos exige dogmas y divinidades inventadas por la teología. Aquí nadie será procesado por un sumario administrativo y quemado en la hoguera, ni seremos rescatados por la liturgia de un discurso oligárquico carente de contenidos verdaderos.

Nada es apariencia, todos son síntomas de una libertad que es imprescindible proyectar más allá del desamparo. Las horas se agotan superadas por la inquietud de un puñado de hombres, que convencidos piensan que aún es posible redituar la historia por encima de un materialismo de una sociedad dominada por los objetos, que ni siquiera son de culto.

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