viernes, 13 de enero de 2012

Marianela Puebla: Cuestión de entendimiento

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Cuando don Otto, muy galante, se presentó con una rosa encendida en la cantina de doña Dulcinea de Catapilco y se la entregó con una amplia sonrisa, la dama expulsó un grito tan brutal que atravesó el Aconcagua y dejó sordas por varios días a unas pobres vacas que apaciblemente pastaban en el lado argentino. Don Otto tan gentil no entendió este gesto de desagravio de la dama en cuestión y procedió, como buen caballero español, a pedir otra cerveza bien fría, mientras se desbarataba en elogios hacia la airada mujer. Mire don Otto, ya se lo he dicho antes, pero usted no escucha, yo soy mujer de un solo hombre, mi añorado Sancho Panda. Hace unos meses que acompañó a ese hidalgo de Tucapel que se hace llamar don Quijares de la Pinta y que yo pienso anda más loco que una cabra. Ese señor engatusó a mi Sancho con la promesa de darle en recompensa por su lealtad y servicios, unos terrenitos que piensa salvar de las manos de unos extranjeros, que dicho sea de paso, los tomaron a la mala y con la venia de Bienes Nacionales. A todo esto mi pobre Sancho que es muy crédulo y con la esperanza de contar con un pedazo de tierra y así casarnos, se embarcó para el sur con ese señor y no he sabido nada de él. Yo lo espero y sufro mucho pensando que no le haya pasado nada malo por esos inhóspitos lugares. Ese es el cuento, señor mío, para que usted no se haga ilusiones conmigo.

Don Otto la miraba embelesado, esos hoyuelos en las mejillas de manzanita lo volvían loco, esa boca carnosa y esas chispas candentes de sus ojos cuando se enojaba, lo incitaban más aún a declararse su más asiduo admirador. Todo en la dama le atraía enormemente que fue como si no escuchara nada de las inflamadas quejas de la señora. Sólo atinó a pedirle con voz de enamorado otra cerveza muy fría, pues su presencia le activaba la sangre de una forma peligrosa, encendía su piel y un copioso sudor bañaba todo su cuerpo como tarde de verano. Doña Dulcinea, le he traído esta rosa encarnada que semeja sus labios en flor, le ruego que la acepte. Don Otto, usted no escucha nada, está más sordo que una tapia y eso es ofender a las tapias que por estos lados están llenas de orejas y los chismes andan sueltos por la calle. Entienda mi señor que estoy comprometida y no se haga ninguna ilusión de que deje a mi Sancho por usted. Primero mírese al espejo, usted está requete viejo para mí, casi calvo, y desdentado, debería darle vergüenza a su edad pretender algo imposible. Mi querida Dulcinea, usted es la que no entiende, se va a quedar para vestir santos, ese Sancho es muy picado de la araña yo no metería las manos al fuego por él, a esta hora estoy seguro que está disfrutando a alguna mujer sureña. En cambio conmigo, usted no estaría mal, a pesar de tener unos añitos más, tengo casa propia, algunas rentas de otras propiedades, soy jubilado de la armada y la amo locamente, usted es mi Dulcinea y yo sólo su humilde y amante Otto. ¿Qué le parece? La mujer se quedó con la boca abierta, no se atrevía a contestar, estaba anonadada, sólo optó por servirse una cerveza y se la bebió de un trago.

Doña Dulcinea no me conteste, déjelo así y sírvame otra cervecita para acompañarla, yo invito, por hoy sólo quiero contemplarla y si usted no tiene problemas, le pediría que lo piense con calma, conmigo tiene su futuro asegurado y podría dejar esta taberna del demonio. ¡Pero, don Otto!, exclamó la mujer con un chillido que los otros parroquianos tuvieron que taparse los oídos. ¡Qué mujer más gritona!, no la quisiera para esposa, dijo un hombre que compartía una mesa con un amigo en una esquina del local, con razón el Sancho se arrancó para el sur, quién puede soportarla, le contestó en voz baja el otro. Ese viejo, está chiflado por la gorda y muy sordo, observa como la mira embobado. Fue el comentario de los hombres y siguieron en lo de ellos. Don Otto se sirvió la última cervecita, su cabeza ya daba vueltas y se retiró del local haciendo lo mejor que pudo, una venia a doña Dulcinea. Para sus adentros se dijo, vieja de mierda, cree que me va a vencer, no sabe como soy yo de empecinado, así me gustan las hembras de bravas, y a ese guevón del Sancho, que se quede a freír patos con el menso don Quijares, aquí yo le como la color y ¿qué? Mañana vendré con alguna burrada para que pique la vieja, jajaja. Sólo es cuestión de entendimiento. Y el anciano se fue riendo por el camino a su casa, pensando en una nueva estrategia para conquistar a la esquiva mujer.



Reseñas acerca de su obra:

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