domingo, 27 de octubre de 2013

Álvaro Ruíz. Morir en Lima

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Lima es una ciudad mujer y su niebla un vestido de seda gris que sensualmente la envuelve. Tiene largas uñas pintadas de rojo y gruesos labios que besan el aire que respiran los hombres. Lima es una ciudad pasional. Tiene un pasado formidable y un futuro promisorio. Lima es peligrosa. Posee una sociedad clasista y algo que es peor, racista. En cierto modo, deshumanizada. Todas las noches brilla el metal de los cuchillos. Fulgen dando tajos de luz. Los delincuentes irrumpen desde las pérfidas sombras, desesperados, desde el oscuro abandono del hombre. Lima tiene el peligro propio de un puerto que es ciudad. Lima está sobre poblada, de todas partes del país vienen a ella en busca de un futuro mejor. Lima es una ciudad de hermosas mujeres y aquella belleza surge de las distintas fusiones étnicas. Wiracocha aún vive en el corazón de los peruanos y sigue siendo el padre de todos los seres vivientes. Wiracocha es hijo del sol y de la luna. Encarna la fecundidad de la vida y el triunfo sobre la naturaleza.
En general, Perú es un país que se podría caracterizar por poseer una tristeza metafísica, como si extrañaran los gloriosos días de apogeo del imperio inca, o en el peor de los casos, la injusta y desequilibrada bonanza virreinal. Sus gentes viven al borde del llanto y al amanecer miran al cielo esperando la esplendente luz del sol, aunque las nubes la filtren y la grisácea luminosidad oscurezca e ilumine el oceánico horizonte.
La citada fusión de etnias hace de Lima una ciudad atractiva. Existe y cohabita una enorme diversidad indígena. También japoneses, chinos, blancos, negros y todas las mezclas posibles entre estas razas.
En la gastronomía ocurre algo similar y es lo que hace a la cocina peruana extraordinariamente refinada. Prolijas preparaciones que ofrecen un resultado irresistible. Una enorme variedad de productos que en más de un platillo se presentan y fusionan a la selva, la sierra y el mar, las tres regiones geográficas de este ancho y ajeno país.

A propósito de ancho y ajeno estuve hace pocos días en Chaclacayo, un pueblo distante a treinta y cinco kilómetros de Lima, a orillas del río Rímac, el río hablador, por los sonidos de las piedras que arrastra, situado hacia el interior, hacia la sierra, donde vivió sus últimos años, y murió, aquel gran escritor indigenista que fue Ciro Alegría. En Chaclacayo siempre sale el sol y muchos limeños van en su búsqueda cuando no soportan la casi permanente niebla que cubre a la capital.
Leo por estos días las memorias de Alegría, “Mucha suerte con harto palo”, donde en breves capítulos narra sus vivencias y recuerdos con la característica sencillez, realidad y profundidad que se aprecia en todas sus novelas. El ordenamiento y notas de estas memorias póstumas pertenecen a Dora Varona, alumna suya en Santiago de Cuba y compañera de los últimos años de su vida, quien además hace de editora. Nos dice que Ciro Alegría falleció de una hemorragia cerebral en la madrugada del día 17 de febrero de 1967, a la edad de cincuenta y ocho años, estando ella embarazada de su cuarto hijo. También nos señala que varias noches, antes de la definitiva, él despertó sobresaltado, abrió la ventana y estuvo escuchando largamente las voces profundas que lo llamaban, desde el río de su infancia, en una trágica advertencia.
De hecho, dos días antes de su muerte, Alegría nos dice en un premonitorio artículo:

“Aquí en Chaclacayo, por estos tiempos, me despierto tarde la noche y oigo sonar poderosamente al Rímac. Puede ser que el río despierte a mi memoria ancestral, pues generalmente duermo de un tirón. Imagino entonces que algún drama telúrico puede estar ocurriendo.
- ¿No vi tantos cuando vivía en los Andes? Pienso en los habitantes de la sierra y también en quienes han armado sus chozas en el llano, cerca de la ribera del río. Es una sensación peruanísima, de riesgo y solidaridad, la que experimento.”

El Marañón es el río de su infancia y elemento unificador de su primera novela - La serpiente de Oro - un torrentoso río situado en el norte del Perú, que al unirse con el Ucayali forman el Amazonas. El Marañón nace en la laguna de Huayhuash, se navega en balsas y a orillas de él se sitúa el villorio de Calemar, donde transcurre gran parte de la novela, y cuya fiesta más importante dura quince días y está dedicada a la Virgen del Perpetuo Socorro, protectora y patrona del caserío. En ella, se le reza y se le solicita buenas cosechas. Se bebe chicha, cañazo y masato, esto último es una especie de mazamorra de yuca que los indios de la selva mastican y escupen dejándola fermentar en recipientes de madera. En la selva se cree que Dios es el árbol más alto o el río más grande. La voz del autor es la voz de otro balsero más. Narra, reflexiona y describe. Nos dice como el puma azul, en la imaginación de los pobladores, era el causante de tantas muertes de cabras. Cómo los picados de uta, una enfermedad propia de los valles del Marañón, irremediablemente morían con sus rostros desfigurados. Cómo los cholos e indígenas chacchan (mastican) hojas de coca hasta lograr una cetrina bola en sus bocas, contemplando desde las puertas de sus bohíos, el atardecer a orillas del río. Y finalmente como el ingeniero Martínez Calderón desde la cumbre de un cerro determina llamar a su soñada empresa minera “La serpiente de oro”, la cual concibió después de observar con detención desde lo alto del cerro Campana cómo el río Marañón - a pleno sol - semejaba una serpiente dorada, sin saber que al día siguiente la Intihuaraka, una serpiente venenosa de piel amarilla, delgada y ágil, le mordería el cuello para después desaparecer como una cinta de oro entre el verde follaje de la espesura, y él, a las pocas horas, morir en la soledad del paisaje con la fiebre y los estertores propios de un cuerpo fatalmente emponzoñado.

Quizás el españolizado protagonista de esta novela olvidó, por exceso de cristianismo, invocar a Wiracocha como también encomendarse al espíritu del río con esta simple y hermosa oración de los balseros:


Río Marañón, déjame pasar:
eres duro y fuerte,
no tienes perdón.
Río Marañón, tengo que pasar:
tú tienes tus aguas,
yo mi corazón.


2

Mi vida es como la de los oroyeros
Que con cuerdas cruzan el río
Las aguas quieren comer hombres
Rugientes
Los danzantes cantan que el río es bravo
Que morirán.


Es así como miro las aguas del Rímac. Pensando en la muerte. En los indios Nasca, que entre otros talentos, también eran astrónomos. Pensando en el pasado de la humanidad y en todo aquello que apenas recuerdo. Un delgado hilo es la memoria y además, es antojadiza. Uno recuerda y no sabe muchas veces si aquel recuerdo fue realidad o fue un sueño. Si sé bien que provengo de algún lugar de Castilla, que atravesé el océano Atlántico en una frágil embarcación y que en nombre de Dios y de Isabel la Católica atravesé con la espada a muchos indios que se opusieron a la conquista evangelizadora. Me adueñé del oro y la plata, pensando enviar una parte a la corona y quedándome con la otra. Además rezaba y me encomendaba a San Francisco de Asís. Así Asís pasaron los años y me fui quedando en una América que se criollizaba.

Recuerdo nítidamente a Gonzalo Guerrero, cuando Hernán Cortés, proveniente de Cuba, estuvo en la isla de Cozumel, y mandó buscar a posibles compatriotas sobrevivientes de anteriores expediciones. No hallaron más que a un español que era cautivo de un cacique y lo rescataron a cambio de un ovalado espejo y de ciertas especias traídas de España. Este pasó la voz de que existía otro sobreviviente que vivía unas leguas más allá. Fue cuando salieron en búsqueda de Gonzalo Guerrero y lo hallaron junto a su maizal, con su mujer india y sus pequeños hijos. Tatuada la cara, había dirigido airosamente más de una batalla contra otros indios, resultando siempre victorioso. Capitaneaba con gran destreza militar a la tribu que lo había cobijado. Cuando le propusieron que se regresara con ellos, tajantemente se rehusó. Dijo que estaba muy bien allí y que amaba su nueva vida. Estaba absolutamente aplatanado. Él me dio el ejemplo y con ese ejemplo supuse el nacimiento de una América menos brutal.
Cortés tuvo duras palabras para con él, sin embargo, al poco tiempo y como señal de advenimiento de la nueva raza, el conquistador se emparejó con la Malinche, su fiel amante, consejera e intérprete, de cuya unión desciende Martín Cortés, futuro Marqués de Oaxaca y hombre que en más de una oportunidad conspiró contra la autoridad virreinal de la Nueva España.

Y a propósito de Oaxaca también recuerdo las magníficas ruinas de Monte Albán, centro arqueológico de la cultura zapoteco-mixteca, situado en la cima de un cerro cercano a la actual capital del estado, donde yo solía subir todas las veces necesarias a observar los cardinales valles que le rodean. Tocaba sus milenarios muros de piedra pensando en la levedad del tiempo. Me sentaba en las gradas de sus empinadas escaleras que pretenden llegar al cielo, con el fin de recibir alguna recóndita energía aún depositada ahí, y de ese modo fortalecer mí atormentado y alicaído espíritu. Los descarnados guardaban silencio, sólo el viento susurraba trayendo la voz de un sabio y encolerizado sacerdote zapoteco que aún no hallaba la paz silenciosa de los muertos:


Heme aquí en la gélida gruta
donde el sol es la puerta
que alumbra los primeros escalones
que descienden a este suelo de piedra
donde el primer hombre bendice al último
en la oscuridad que antecede a la luz.

Me alimento de filtraciones y musgos incoloros
y recorro el universo palpando los muros
que llevan a otras situaciones primeras
como el de la mujer deseando subir
los peldaños que llevan al horizonte
curvo de la vida y la recolección.

Yo he querido guarecerme abajo
grabando las primeras escenas del hombre
sobre las rocas de este altar
con tintes de sangre y sacrificios violentos
de hombres que alzaron el vaho
hacia el cielo de una noche sin astros.

De una noche negra en los bosques oscuros
donde los troncos del alma suben al cielo
mucho antes de que Prometeo nos diese el fuego
que iluminó los rostros y alejó las sombras
de nuestra original superstición que era
un dios oculto y vengador.

Encendí antorchas en cada cueva
y en la original enfermedad de seguir a la mujer
subí a la pradera y depredé a mi alrededor
de todos los metales fabriqué distintos cuchillos
los que utilicé en el degüello de animales
con cuyas pieles me cubrí.

Todo lo restante lo dice el entierro del pasado
voces de otros hombres que vieron el sol
que sumaron, adoraron y murieron
largándose en una barca abstracta y aritmética
hacia el centro de la memoria
en un régimen axiomático gobernado por las dudas.

Que por antonomasia son exactas
ya que la regla elude la confirmación
y el universo que es trastorno continuo
alumbra indistintamente la realidad brillante
de una deducción a la velocidad de la luz
ausente en los prados inmediatos del color.


Y seguí mirando las turbias aguas del Rímac sin pensar más que en regresar al angosto y telúrico Chile después de dos años de residencia en Lima. Vivo en el distrito de Miraflores, en un departamento de un cuarto piso (como la canción Johnnie, rey de los varones) sobre la avenida Ricardo Palma, frente a un gran parque donde al centro hay una fuente de agua con potentes surtidores y muy cerca de ella está sentado en un banco de madera, precisamente, el escritor Ricardo Palma, es decir, su réplica en bronce, leyendo un libro, y al cual suelo hablarle sabiendo de antemano que nada me responderá, sin embargo me habla de la cultura preincaica Chavín, anterior a la era cristiana, y promete llevarme a Huari, en el departamento de Ancash, donde se hallan las ruinas de Chavín de Huántar, un lugar arqueológico que fue centro ceremonial en los Andes peruanos, descubierto recién en 1919, por el arqueólogo peruano Julio Tello.

Mi madre se llamaba Marta y falleció a fines del año pasado a la edad de ochenta y cinco años, después de una amarillenta agonía hepática de casi dos meses hospitalizada, cada vez más amarilla, desde el color membrillo al de una yema de huevo de campo, amarilla, terrible y fatalmente amarilla.

Las aguas del Rímac son torrentosas porque traen el urgente declive de las serranías que descienden al mar. Estas sonoras aguas traen consigo las voces, las lágrimas y los secretos de los altos Andes, donde dos tercios de la población peruana vivían al momento de la conquista española. El Perú está lleno de ríos, lleno de gruesas venas. Su hidrografía fundamental son tres arterias, tres grandes ríos que van o vienen a su selvático corazón amazónico, en el norteño departamento de Loreto: el río Ucayali, el Napo y el Marañón, todos afluentes o depositarios del emblemático Amazonas.

Los ríos son el alma del Perú y por ellos se desangran.

Mi vida es como la de los oroyeros
Que con cuerdas cruzan el río
Las aguas quieren comer hombres
Rugientes
Los danzantes cantan que el río es bravo
Que morirán.

3

La idea del suicidio súbitamente ha venido incubándose en mí, como una larva surgida desde quien sabe qué oscuros designios. Se alimenta del dolor que produce la inadaptación social y también de la desintegración de los sueños en horrendos fragmentos de realidad, en filudas e infectas esquirlas que rajan las arterias y se alojan en el corazón, llevando al torrente sanguíneo todas las miserias del hombre, las infecciones y la maloliente pus de una humanidad que vertiginosamente pierde su oriente. Negras son las noches y negros son los días de la desesperación, cuando el aire siempre es insuficiente en un plexo tan lejos del sol.
La desesperanza es la incurable lepra de mis días y a ella confío la soga azul del ahorcado o la bala suicida que atraviesa el aire silbando silenciosas melodías a través de los cielos, horadando cerebros y existencias que cruzan a nado los ríos del dolor y se hunden en las rojas aguas del desangramiento para luego desaparecer y reaparecer en el segundo recinto del séptimo círculo de la Divina Comedia, donde aquellos que atentaron contra sí mismos son ahora árboles nudosos que sangran al quebrar sus ramas y se lamentan con desgarrador arrepentimiento.
En este estremecedor círculo cuyo paisaje es un bosque infernal existe una invisible figura que les advierte a las almas suicidas que cuando llegue el día señalado irán a recoger sus despojos, pero sin que ninguna de ellas pueda revestirse con ellos porque no sería justo volver a tener lo que uno se ha quitado voluntariamente. Dantesco es el Dante. El pánico que produce su narración acentúa la infatigable angustia de estar vivo, y el dolor, que debiese redimir, muy por el contrario, me hunde aún más en los pantanosos estadios de esa misma desesperanza, que de todos los males, es el peor.
Un árbol junto a otro árbol. Un bosque de excepcionales hombres en cuyos ramajes anidan las arpías lanzando a un cielo horroroso feroces lamentos. Miles son las almas suicidas que conforman la selva dolorosa. Distintos árboles y distintos arbustos poseídos por los espíritus de talentosos artistas que no soportaron el peso de una mediocre y mezquina realidad, particularmente los espíritus de los poetas. He ahí los enormes árboles que fueron Sergei Esenin, que en un cuarto del Hotel Inglaterra de Moscú, escribió con su propia sangre su último poema. Gerard de Nerval, que ya atormentado por la locura deja escrita una nota donde dice No me esperes esta tarde porque la noche será negra y blanca, o Hemingway, por quien hoy nadie dobla las campanas. He ahí la poetisa Safo de Lesbos, que origina y se le recuerda una y otra vez por originar el término de lesbiana y que según la leyenda se lanzó desde un promontorio -el Leúcade- al mar, desesperada por haber sido rechazada por el barquero Faonte, aquel viejo, pobre y feo, que Afrodita en agradecimiento convirtió en un joven de gran belleza. He ahí los notables espíritus árboles de Paul Celan, Cesare Pavese, Yapunari Kawabata, Silvia Plath, Virginia Wolf, Yukio Mishima y Vladimiro Maiakovsky, árboles altos, frondosos y solitarios en el gran bosque del dolor.
También existe un bosque de origen hispanoamericano, entre otros árboles poetas, los de Alfonsina Storni, Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones, Asunción Silva, José María Arguedas, Alejandra Pizarnik, Xavier Villaurrutia, Pablo de Rokha, Adolfo Couve y mi contemporáneo Rodrigo Lira. Todos, absolutamente todos, de fina madera, que murieron víctimas del suicidio, aquel mal del siglo, denominación que tuvo este acto durante el Romanticismo y que aún perdura como una posibilidad cierta para acabar de una vez con la aniquiladora y cruel desesperanza.
El suicidio como evasión del dolor, y anhelo de arribar a un estadio mejor, donde crecen helechos felices y árboles indoloros, lugar abstracto donde el amor besará la frente del dolido. Afán de beber aquella pócima que cura el asco y el hastío.
En la cultura maya existe Ixtab, diosa de los suicidas, quien protege post mortem a ellos, y tiene especial predilección por los que se ahorcan.
Todo esto a raíz de la idea de la auto inmolación, que cada atardecer amanece en mi neurológica miseria, con su venenosa espada en ristre, trayendo consigo los más espeluznantes sueños, entre un estado de vigilia y otro, en el crepuscular y temible insomnio que me embarga y donde negras figuras danzan en esquizofrénica ceremonia, llamando con poderosas y persuasivas voces a las puertas y portones de los hemisferios cerebrales. Puertas que se abren de par en par penetrando por ellas el putrefacto aliento de los difuntos y también los escurridizos keres, aquellos genios encargados de dar a los hombres el golpe mortal y de conducir las almas a la morada de Hades.
Como no recordar los sufrimientos del joven Werther, que ante la imposibilidad de concretar su profundo y desmesurado amor por Carlota, opta por la violencia contra sí mismo disparándose un balazo que le vuela los sesos y donde, por espacio de doce horas, agoniza con aquel dolor que producen los más profundos y trágicos amores. En el lugar de los hechos fue hallado abierto, sobre una mesa, el libro Emilia Galotti, conmovedora tragedia de Lessing.
¿Es preciso que lo que constituye la felicidad del hombre sea también la fuente de su miseria? Es una de las últimas interrogantes que nos deja Werther.
Los negros ojos de Carlota, que es lectora de Klopstock, son siempre fascinadores, como el abismo. Su vestido blanco con lazos de un rojo pálido, son los tonos del rostro de la amada en un cielo inalcanzable al atardecer. Consagrado a la obsesiva idea de una sola pasión y también al corroedor pensamiento de ella en brazos de otro, producen en Werther, que es traductor de Ossián, violentas emociones que lo llevan a concluir fatalmente el periplo amor-dolor-suicidio, y donde con desgarradora lucidez afirma:
Cuánta razón tienen los que dicen que somos juguetes de fuerzas misteriosas y contrarias.

Entonces aquella súbita sensación de fatal pesantez desaparece cuando tarde la noche una estrella entre la niebla parpadea a lo lejos y con decisión fulminante quien sabe qué misterio me cierra los ojos para horas después observar a través de los sucios vidrios la indulgente aurora y con ella, recordar a Hölderlin con los versos que horas antes leía y cuyo libro aún permanece sobre mi tórax protegiendo la miseria de mi piojento corazón:

Por donde mire, todo es violencia y angustia,
todo se tambalea y desmorona… (Pero)
cuando los mortales van silenciosos por el bosque
en el aire suave hallan a un dios luminoso.

4

En mi infancia hay un bosque de abedules que nunca he podido olvidar. Sus blancas cortezas sobre el blanco manto de la nieve, una nieve que aún perdura en la memoria de mi corazón. Un paisaje solitario a orillas de un río. Unos pájaros negros en las copas de los abedules.




Álvaro Ruíz. Ottawa, Canadá, 1953. Reside en La Serena, Chile, donde dicta taller de Literatura y Creación Literaria en la Universidad Católica del Norte, sede Coquimbo.
Libros publicados: Dieciocho Poemas. Santiago, 1977. A orillas del canal. Santiago, 1982. Es tu cielo azulado. Santiago, 1989. Casa de Barro. Santiago, 1991. La Virgen de los Tajos. Santiago, 2001. Poemas del Sol. La Serena, 2007. Cola de Gallo Poemas. Santiago, 2010.
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